El hombre de las langostas
Estaba sentado con la quietud de una
estatua, perfectamente recto a pesar de su edad, y con la mirada extrañamente
fija sobre la pecera del restaurante; parecía absorto en el lento y a veces
torpe nadar de las langostas, impedidas entre las rocas artificiales y el
tamaño de sus pinzas, ejecutando danzas invisibles alrededor de sí mismas, todo
ello contemplaba el hombre aún si de cuando en cuando una de ellas era sacada
sin mayor miramiento para ser llevada a la cocina a un destino más que cierto,
sólo entonces el anciano desviaba la vista hacia la pared o bajaba la cabeza
hacia el plato. Es este gesto el que me hizo pensar en mi padre, este bajar lento
de la mirada, como una larga sucesión de derrotas acumuladas, reprimidas y luego
expresadas por un instante, un vistazo hacia el saldo total de una vida, y como
el anciano estaba solo y yo también, y como él miraba las langostas, yo había
decidido mirarlo a él.
Lo
atendió un garçon más bien
agitado y de maneras toscas como las tienen la mayoría de los meseros de París durante la hora pico, una actitud seca enfocada a servir y despachar
con la mayor rapidez posible. El anciano no parecía molesto por el trato, no
parecía molesto por nada, le envidié esto, y luego pedí
una copa, él se comió su steak frites
igualito al mío, y al del vecino, y así sucesivamente; no parecía
producirle especial placer ni ningún otro efecto particular, parecía más bien
parte de un trámite o el pretexto quizá para sentarse día tras día en este
restaurante con vista a esta pecera.
Quizá conocía íntimamente a las
langostas, les hubiera puesto nombre, o había sido pescador de joven, o
utilizaba la imagen del tanque para una meditación o ya estaba demente como lo
estaba mi padre. Terminamos casi al mismo tiempo y aunque pedimos la cuenta con
minutos de diferencia a él se la trajeron primero y tenía efectivo, yo la
recibí después y tenía una tarjeta de crédito. En estos días no tenía efectivo
conmigo ni en mis cuentas así que me apresuré a firmar el voucher y salir
corriendo. Él ya se había enfundado en un grueso abrigo de lana y desaparecido
sin dedicar una mirada más al tanque de las langostas.
Me
recibió el frío que había estado escondido en el calor del local y la sensación desencajadora del viento helado sobre mi rostro, un aire cargado de
la lluvia fina y permanente de la capital francesa. Volteé a ambos lados de la
calle, tenía la extraña necesidad de saber hacia dónde se había ido el anciano,
quizá para averiguar si el señor estaba bien o si tenía familia, o quizá con la
voluntad de darme idea de cómo habían sido los últimos años de mi padre, esos
que me perdí, y reconfortarme de alguna forma, pero sólo alcancé a atisbar su
silueta desapareciendo en la esquina y me fallaron las ganas, la energía de
perseguirlo, el frío estaba disolviendo mis resoluciones y mi pronta animación
como se desinfla un globo y queda tirado luego en la banqueta.
Me
quedó la sensación de otra pérdida y mientras caminaba y regresaba a mi casa me
quedé pensando en el anciano, y en los años que me separaban a mí de
convertirme en un viejo solitario que sueña con langostas en una pecera.
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